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jueves, 8 de septiembre de 2011

El método científico (I)

© Laura Shreck - Satelite 2.


Desde muy pequeño me dí cuenta que, si queremos aprender algo del mundo que nos rodea, debemos, sobre todo, ponernos de acuerdo en dos cosas: hablar un lenguaje único, y emplear un método único de enfrentarnos a lo desconocido.


¿Cómo podemos ponernos de acuerdo sobre cualquier cosa si tú y yo tenemos nuestro punto de vista propio? Tú puedes ver una pared más o menos recta, pintada de un color que denominas blanco y tener la impresión de que está más o menos bien conservada. En cambio, yo puedo verla y pensar que está mal construida, torcida, pintada de un insufrible color grisáceo, cochambrosa y a punto de caerse... Y si aparecen terceras, cuartas..., etc, opiniones, la cosa se irá complicando cada vez más, hasta convertir un sencillo diagnóstico del estado de una pared en una reunión de una comunidad de propietarios... Mil voces y ninguna repetida.

¿Qué criterio podemos usar para saber de qué estamos hablando cada uno de nosotros cuando decimos blanco, o recto... o cualquier otro calificativo que suponga un dato sobre el que construir nuestro diagnóstico?

La pregunta no es fruto del aburrimiento de un adolescente que no sabe cómo acelerar el paso interminable del tiempo durante sus vacaciones de verano, alejado de deberes escolares y compañeros con los que jugar apasionantes partidos de fútbol... La pregunta es muy importante. Descubrí la magnitud de esta importancia cuando empecé a enfrentarme, en mis años de estudiante, a los primeros exámenes de Historia o de Literatura... No mencionaré lo importante que puede llegar a ser eso en un examen de Filosofía.

Es decir... Cuando me enfrento por primera vez a un examen de Literatura, ¿qué debo hacer? ¿Respondo lo que yo pienso o lo que sé que al profesor le gustaría leer...? Por poner un ejemplo más o menos autobiográfico (y por tanto, que podríamos definir como real) permitidme que ilustre lo que quiero decir.

La primera vez que leí Crimen y castigo de Fiódor Dostoyevski me pareció un mamotreto, solemnemente aburrido, que trataba sobre las comeduras de coco de un pobre desgraciado que no dejaba de atormentarse por haber cometido un asesinato más o menos insignificante dentro del turbulento momento histórico que agitaba la vida europea en general y rusa en particular. Me pareció, en ese momento, un ejercicio de pajeo mental que el señor Dostoyevski se podía haber ahorrado de haber tenido un mínimo de misericordia por sus congéneres contemporáneos y/o futuros.

Fíodor Dostoievski - Portada de una edición de 1867 de Crimen y Castigo.


El eminente escritor ruso habría sido recordado de forma más amable por generaciones de estudiantes de enseñanza secundaria, y algún que otro lector despistado, si hubiese tenido la precaución de someter cada uno de los doce capítulos que publicaría en 1866 el diario El mensajero ruso (Русский вестник), a la censura misericordiosa de un buen fuego de chimenea... Es más: hubiese sido igualmente vitoreado por esos miles de estudiantes aunque sus manuscritos se hubieran caído dentro de un modesto fogón de cocina, oportunamente encendido, claro está. Todo ello sin menoscabo de pasar a la posteridad como uno de los grandes literatos rusos de la época zarista...

Resumiendo... Sin pretender restar importancia a la figura de Dostoyevski dentro de la literatura rusa del siglo XIX, las horas que dediqué a tratar de alcanzar la palabra FIN tras cientos y cientos de páginas emborronadas con un texto de lectura difícil, aburrida y carente del más mínimo sentido para mí, me parecieron en ese momento el tiempo perdido de la forma más inútil que recordaba.

¿Qué podía yo escribir en mi trabajo sobre semejante lectura? Estaba claro que me enfrentaba a un problema de conciencia: Si explicaba lo que de verdad había despertado en mi ser la lectura de aquel mamotreto, era evidente que mis palabras (sinceras pero imprudentes) podían herir la sensibilidad de mi profesora de Literatura, mucho más receptiva al mensaje del eminente literato ruso de lo que mi poco cultivada mente lo estaba.

Por otra parte, yo sabía de qué pié cojeaba mi profesora... (ningún alumno que se precie de tal título puede dejar de aprender, lo antes posible, cuáles son las opiniones y gustos de sus profesores ya que su vida académica depende de ello). Y si hacía un apasionado trabajo describiendo la angustia con la que mi joven corazón había leído los tortuosos pensamientos del pobre Raskolnikov sumido en el sufrimiento por el crimen cometido, no tanto fruto de la naturaleza maligna de un asesino sino anunciado final a un contexto de miseria socio-económica, resultado evidente de la política nefasta de los sucesivos gobiernos rusos que habían conseguido hacer brillar la corte y los palacios zaristas a costa de sumir a la plebe en la más rotunda pobreza, anuncio inequívoco de los malestares que iban a desembocar en una futura Revolución rusa, yo sabía que una beatífica sonrisa iba a dibujarse en la cara de mi profesora mientras repetidos movimientos de cabeza iban a corroborar su aquiescencia con mis jóvenes palabras.

Así pues, ese era el dilema. ¿Sinceridad o empatía? ¿Yo debía explicar cuál era mi opinión sobre lo que había leído, o era preferible provocar la simpatía de mi juez a base de utilizar las que podrían haber sido sus propias palabras? ¿Mi trabajo debía ser el resultado de la VERDAD o de un maquiavélico cálculo de simpatías?

¡Jajaja! Por supuesto, yo era joven pero hacía años que había dejado de ser un iluso. Uno aprende a muy temprana edad, sobre todo en las sociedades urbanas (sometidas a un flujo de información y contrastes mucho más intenso que las sociedades rurales), que la VERDAD, así, en mayúsculas, no existe... Todos tenemos nuestra verdad. Lo único que necesitamos para que nuestra verdad se convierta en una Verdad con cierta resonancia en nuestro entorno, es una buena campaña de marketing.

Como diría el propio Joseph Goebbels, cualquiera podía construir una Verdad a partir de su verdad, si disponía de los medios adecuados. ¿Y qué mejor Verdad que aquella que los demás quieren oir?

Esta forma de enfrentarnos a ciertos conocimientos humanos tenía un pequeño problema. Lo que para mí o mi profesora de Literatura podía ser Verdad, dejaba de serlo cuando aparecía otro punto de vista en el escenario. Un mismo trabajo de Literatura, corregido por dos profesores distintos, podía perfectamente tener calificaciones completamente dispares... ¡Y eso me sublevaba! Que cualquier pelota asqueroso pudiera sacar mejor nota que yo, sólo por poner en su examen aquello que el profesor quería leer en lugar de defender una opinión personal y original como la mía, era una idea que enfriaba mi camino hacia las Artes...

Todo aquello que hacía referencia al mundo artístico, tenía tal carga de subjetividad que se me hacía soso y aburrido. Yo, en mi idealista visión del Universo, pensaba que el único camino hacia la VERDAD pasaba por la comprensión del mundo que nos rodea y que para comprender necesitábamos estar de acuerdo.

Las leyes del Universo precisan de un lenguaje único y, como no, universal. Semejante aforismo conduce inequívocamente a la búsqueda de tal lenguaje. De momento, y salvo algunos intentos de encontrar un lenguaje sustituto más o menos poco exitosos, tal lenguaje universal es lo que todos conocemos como MATEMÁTICAS.

Podemos saber algo sobre una cosa cuando la podemos expresar en números. El número carece de subjetividad (por favor, corramos de momento un tupido velo sobre el siempre entretenido mundo de la Estadística..., es una pequeña concesión que pido al lector para poder argumentar adecuadamente mi tesis): Dos es el doble de uno y la mitad de cuatro. Y eso es siempre así. Aquí y en Vladivostok. Medir es la operación que nos permite aprender algo sobre el Universo. Medir... ¿Qué?¿Cómo?

© Tory Byrne - Measuring cup.

¡Ah, señores! Precisamente esa es la cuestión... Una vez estamos de acuerdo en que es necesario un lenguaje común con el que todos podamos entendernos, y adjudicada esa responsabilidad a nuestros viejos amigos los números, nos falta un conjunto de normas... Una especie de convenio colectivo, de método, de manera de ver la realidad (sea lo que sea eso tan abstracto de la realidad), alrededor del cual podamos todos ponernos de acuerdo sobre una cosa.

A esa metodología, a esa forma de mirar a nuestro alrededor, la llamamos CIENCIA. Y al conjunto de normas con las que la CIENCIA aborda el intento de discernir los misterios del Universo, lo llamaremos, en lo sucesivo el método científico.


© 2011 - Pitufox27.
© Ilustraciones: Se indica en cada una su autoría. La primera y la tercera están publicadas en Stock.XCHNG. La portada de Crimen y castigo está tomada de la Wikipedia.

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